La escritura se tensa y fortalece para alcanzar a describir el esfuerzo del ser, el idioma, por brillar y hacerse firme, trabajando la piedra de existir que es su única herramienta, su único tesoro. El mundo acosa fuera, absurdo y venenoso pero también irrenunciable, meta y punto de partida de aventura de vivir. Y la palabra irá a cantarlo en himnos que celebran su grandeza y complejidad, o a retratarlo en postales cuya turbadora sencillez reclama la adhesión a ese mundo de mínimas figuras.
Y la escritura también ha de volcarse en la docilidad pues se sabe al servicio del acero y la luz y su presencia es tan sólo un recurso, una invocación. Deja antonces que el pulso del momento revele sus constantes, y desliza su minuciosa mirada por la extensión de unos instantes que, no obstante su extremada puntualidad, su pequeñez frente a la violencia del tiempo, adquieren de esta forma dimensión.