Richelieu en Francia, Wolsei en Inglaterra y Cisneros en Castilla. Es difícil decidir cuál de estos tres cardenales influyó más en la política de su país y época, pero lo que es indiscutible es que solo a Cisneros le corresponde el honor y la responsabilidad de haber dirigido personalmente los destinos de una nación.
Si por algo destacó Gonzalo Ximénez de Cisneros, Gonzalo era su nombre, Francisco el que adoptó como franciscano, fue por su humildad. Siempre quiso apartarse del mundanal ruido, de las intrigas de la corte, de la política y de los problemas sucesorios, para dedicarse exclusivamente a su vocación religiosa y a satisfacer su insaciable curiosidad intelectual. Pero si ese era su deseo, jamás lo consiguió. Desde que, en contra de su parecer, fue elegido confesor por la reina Isabel de Castilla, Cisneros sabía que una nueva vida se presentaba ante su humilde condición.
Cardenal y regente de Castilla, conoció, sufrió y supo dar sólida respuesta a todos los obstáculos que se le presentaron, que fueron muchos. Una nobleza acostumbrada a luchar por sus intereses personales, una reina, Juana, incapacitada para regir los destinos de su nación, un rey en la sombra, como fue Felipe el Hermoso, que queriendo asumir el papel de rey, siendo consorte de la verdadera sucesora de Isabel, nunca mantuvo buenas relaciones con Cisneros.
Gobernó Castilla, más por obligación que por devoción, trasformó la orden religiosa de los franciscanos, supo manejar las siempre incontrolables vanidades de los monarcas y parar los pies a los caprichosos grandes de Castilla.