A mediados de la década de 1930, F. Scott Fitzgerald tenía unas deudas astronómicas, su esposa Zelda estaba ingresada en una clínica psiquiátrica y la hija de ambos, Scottie, daba sus primeros pasos desde una infancia de privilegios hacia una juventud comprometida con su tiempo. Las cartas que le escribió, traducidas por vez primera al castellano, abarcan esos años decisivos, para el padre postreros, para la hija inaugurales. Se leen en estas cartas consejos sobre chicos, libros, viajes, alcoholes, asignaturas en la universidad, notas académicas, tratos con los dineros propios y ajenos, los peligros de un éxito prematuro (Scottie publicó un cuento en el New Yorker antes de cumplir los veinte años) o la insistencia en la ética del trabajo. También encontramos la mirada del escritor sobre el mundo funesto que se estaba gestando, desde la Guerra Civil española hasta los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial. La guerra cambiaría para siempre el rostro de la Europa que ambos, padre e hija, habían conocido durante la engañosa bonanza económica de los felices veinte. Sólo Scottie la vería terminar. El 21 de diciembre de 1940, F. Scott Fitzgerald moría de un ataque al corazón en Hollywood. Se interrumpía sin despedida posible el intercambio.
Con una prosa perspicaz, a veces deshilachada por la urgencia, siempre ingeniosa, amorosa, atenta al ruido y la furia de la década, nunca presumida, profesoral o autoritaria, F. Scott Fitzgerald fue tejiendo entre 1933 y 1940 un milagroso lazo epistolar destinado no solamente a la niña de doce años, la adolescente de quince o la brillantísima joven de diecinueve, sino a una Scottie intemporal, a la mujer que vendrá, porque el padre no se guarda nada en las cartas y escribe con una asombrosa honestidad un testamento literario, ético, un regalo para una vida.