La carta que Simone Weil dirige al dominico Jean Couturier en 1942 tiene todavía hoy un valor excepcional. No sólo como testimonio del rigor intelectual y moral de su autora y de su insobornable compromiso con la verdad, sino como expresión de la tensión que enfrenta a la autenticidad de una fe vivida radicalmente con la esclerotización del dogma.