Molins i Fábrega escribió unos textos líricos. Bartolí creó unos dibujos descarnados. Entre ambos, levantaron acta de la realidad de los campos de concentración. A partir de febrero de 1939, en las postrimerías de la guerra civil, cientos de miles de españoles, adultos y niños, hombres y mujeres, cruzaron la frontera con Francia empujados por su instinto de supervivencia, motivados por la esperanza, en busca de un lugar en el que rehacer sus vidas. Pero ésta no era la Francia patria de los derechos del ciudadano, de la libertad, la igualdad y la fraternidad, sino una Francia que se dejaba seducir por el fascismo y estaba a punto de pactar su rendición ante la pujante Alemania de Hitler. Fueron conducidos a numerosos campos de refugiados que pronto demostraron su verdadera naturaleza: campos de concentración en los que se les negaría su dignidad y padecerían hambre y vejaciones. Muchos, durante la segunda guerra mundial, serían enviados a los campos de exterminio nazis; otros, tal es el caso de Molins i Fábrega, serían reclutados en compañías de trabajos forzados, como la que acometió las obras del ferrocarril transahariano. Pocas veces el lápiz y la tinta de un dibujante y la palabra de un escritor habrán coincidido de modo tan certero para componer un documento «vivo, doloroso y brutal».