Hace ya unas décadas se libró la mayor guerra sufrida y narrada por el ser humano. La sinrazón bañó de sangre toda Europa para contemplar la orfandad en las calles y la migratoria necesidad ante el hambre y la supervivencia.
Carlo Atrani fue una de aquellas almas que intentó huir de Italia por su condición de judío y antifascista. Recorrió parte del sur de Europa bajo el abrigo de los besos de Anna, una joven de familia noble de Verona, y un libro que guardaba un gran secreto. El campo de concentración de Mauthausen y la caída de París separaron sus vidas, mientras la maquinaria alemana avanzaba dirección a Moscú. Cesare Leone, amigo de Carlo, consiguió abandonar el viejo continente acompañado de su padre, Amadeo, y poner los pies en Buenos Aires. La Reina del Plata era una ciudad viva tras la tragedia, alegre sobre el paso de las lágrimas y, al mismo tiempo, agónica por la incertidumbre de sus gentes y decadente en sus cielos. Juan Domingo Perón engrandecía su poder en Argentina y, especialmente, en su capital, Buenos Aires. Una ciudad tomada en las calles con la incansable lucha obrera y se reconstruía como un animal herido pero lleno de vida.
Buenos Aires era una ciudad enfurecida.