Desear el bien de los demás no significa imponerles nuestras ideas acerca de lo que es bueno. La experiencia histórica nos enseña, desgraciadamente, que se cometen infamias y genocidios en nombre de ese deseo.
Nos relacionamos con nuestro entorno afectivo y económico con el único afán de autosatisfacernos. Como contrapartida, siempre tenemos presente la posibilidad de ser engañados. El sentido del bien propio prevalece siempre y frustra cualquier intento de trascender más allá de esa obsesión histórica.
El amor propio es nuestro delito original, el miedo, nuestro verdugo.