Nunca se fue, pero ahora ha vuelto. Si, en la primera entrega de sus desventuras, Henry Bech arrastraba su triste pero también cómica figura por los mortecinos países de la órbita soviética, en ésta, ya cumplidos los cincuenta y empezando a peinar canas, sus andanzas le llevan a impartir peregrinas conferencias sobre literatura en pintorescas capitales del Tercer Mundo, a promocionar su obra en televisiones australianas, a recorrer Tierra Santa y las Highlands escocesas con su esposa. Sí, con su esposa, porque el narcisista y rijoso Bech ha acabado casándose con Bea (una ex, hermana de otra ex) y se ha instalado con ella y sus tres hijos en unas afueras residenciales. Allí consigue completar por fin la novela en la que llevaba trabajando durante quince años de sequía creativa. E inesperadamente, da la campanada y su éxito le devuelve al centro del mundillo literario. A lo mejor todo es vanidad, pero no hay mal que cien años dure.