Barri, al-rabal, palabras árabes que significaban, en la Edad Media, la población exterior a las murallas. Primero fue La Medina Laqant; después, la Ciudad Cristiana, también amurallada, con sus tres arrabales: Roig, San Francisco y San Antón. Y, a mediados del XIX, llegó el tren, dispuesto a devorarlo todo con sus fauces. Las extensas vías de hierro transtocaron todo el urbanismo. Sonaron trompetas y se derrumbaron las murallas de Jericó. Y vinieron los barrios nuevos, barrios de ensanche, anárquicos unos, de diseño otros, trazados como con tiralíneas. El tranvía, primero Tranvía de Sangre, y luego eléctrico, tejió la urdimbre de la ciudad y de los barrios. Y llegaban de todas partes enjambres de abejas laboriosas. La ciudad crecía y crecía y se hinchó hasta casi reventar. De aquellos barrios cohesionados y casi familiares ¿qué queda? ¿Se han deshilachado y difuminado como en una acuarela ya gastada? Dicen que me fui de mi barrio... Si yo siempre estoy volviendo. Mi barrio era así, así... Qué sé yo si era así, pero yo me lo recuerdo así. Aníbal Trullo