A Lorena le encantaba ir a visitar a su abuela. Iba desde hacía ya unos años todos los fines de semana, e incluso también se acercaba algún día entre diario, y aunque se contaban todo lo que había ocurrido durante el escaso tiempo que dejaban de verse, aunque hablaban de lo que les preocupaba o agradaba, durante la última hora que estaban juntas, su nieta, siempre terminaba leyendo en voz alta la misma novela. Para Lorena, su abuela, una anciana en la que sus rasgos todavía delataban lo atractiva que tuvo que haber sido de joven pues seguía conservando unos inmensos ojos verdes, una tez morena y un pelo corto totalmente canoso de lo más elegante, se había convertido en su confidente. Le contaba muchas más cosas que a su propia madre, y eso que también tenía una excelente relación con ella; pero por alguna razón, con su abuela, se sentía más libre y más identificada, por lo que no había semana que no le contara hasta el más mínimo detalle de su vida. Solían comer juntas en un pequeño restaurante que había cerca, y tras reposar la comida y seguir charlando, regresaban para situarse siempre bajo el mismo árbol que se encontraba en los grandes y frondosos jardines de la residencia, un viejo pero imponente sauce llorón; y bajo ese árbol era donde Lorena continuaba leyendo la novela, siempre la misma novela; y una vez la terminaba comenzaba de nuevo. Lorena se la sabía de memoria, hasta tal punto que a veces su imaginación hacía que se sintiera hasta la protagonista. Siempre recordaré... bajo mi sauce llorón.