La poesía y la pintura crean por igual mediante la composición.
La pintura (figura, color, línea) es un arte de olores
y miradas, siendo uno de sus máximos desafíos hacer hablar,
a base de trazos, a los júbilos y resquemores de una realidad
menguada en dimensiones, sin que por ello deba faltarle ese
temblor expansivo que sugiera la vastedad de los ámbitos del
mundo y de lo humano que en el hábito del simple mirar permanecen
escondidos a los más, casi siempre. Menos espacial y
figurativa, la palabra poética es ojo y oído de puertas adentro.
Convoca y evoca en su tonalidad temblorosa el fondo de una
hoguera, los visajes intensos de aquello que no acepta quedarse
desvaído en el olvido o en la insignificancia, propendiendo a
tornar su planicie de líneas en relieve de sonoridades y ondulaciones
que marcan compases desoídos. Pero hay más: pintura
y poesía originan provocaciones en sus respectivas sintaxis.
Una y otra son metamorfosis, transfiguraciones de materia
prima en nuevas presencias.